Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

miércoles, 23 de abril de 2014

Desde Macondo. NADA PARA EL CORONEL

Se han retirado los muertos de Macondo, a la espera de que regrese la paz, que los vivos vuelvan a su mundo y se enfrasquen de nuevo en sus asuntos, tan apartados de la realidad real.  Las flores amarillas, que tanto gustaban a Gabo, y que en realidad eran mariposas, dejan paso otra vez a esos brotes verdes que esperamos como agua de mayo. Y que, como la carta del coronel, nunca llegan.

Nada para el coronel. No tiene quien le escriba. Siempre me ha conmovido este libro (el segundo en mi lista de preferencias de la obra de García Márquez), que se lee de un tirón y deja la sensación agridulce que da la resignación ante la desgracia, el constatar que no hay mucho que se pueda hacer. Que es lo que toca.

Pero es ahora, con las alforjas llenas de historias de la crisis, con mil y una imágenes en la retina de jubilados rebuscando en contenedores, de pensionistas manteniendo a sus hijos, de jóvenes que nunca tendrán pensiones, de ancianos helados-con los huesos húmedos como el coronel-porque no pueden poner la calefacción, de preferentistas estafados y sin posibilidad de una vejez tranquila, cuando cobra un sentido nuevo, muy distinto del que tenía hace treinta años, cuando me hizo llorar.

No hay cartas para el coronel. Ni medicinas para su esposa asmática. Ni maíz para alimentar al gallo que, algún día nos sacará de la ruina. De nada ha servido una vida de sacrificio, participar en cien batallas o ganar la guerra de los Mil Días; ni vivir por debajo de sus posibilidades, ahorrando hasta el último céntimo para ese retiro soñado.

Como el coronel, salimos a la calle cada viernes buscando las buenas noticias. Las de verdad, antes de constatar con tristeza que “nosotros ya estamos muy grandes para esperar al Mesías”.

Y escuchamos que sí, que viene el cartero, que llegará enseguida, porque ahora el correo se reparte por avión. Pero no hay carta para nosotros. No tenemos quien nos escriba, y van pasando los años.

En el buzón, en pocos días, se acumulará la propaganda electoral, disputando el espacio a las facturas, las únicas cartas puntuales. Un montón de caras nos mirarán con lástima desde el papel satinado asegurando que son la avanzadilla de las buenas noticias, que si los votamos, pronto nos llegará la carta que esperamos. La de verdad. La que ellos ya tienen en su poder desde hace mucho tiempo.

Y la esposa del coronel, que ponía a hervir piedras para que los vecinos no notaran que en su casa no se ponía la olla desde hacía demasiado tiempo, afirmará con resignación que “es la misma historia de siempre, nosotros ponemos el hambre para que coman ellos”

MI MAPA DEL MUNDO

MI MAPA DEL MUNDO
A veces me da por pensar que no estoy aquí, que no soy de aquí. No es que mi reino no sea de este mundo, es sólo que de cuando en cuando, no me ubico en este país, en esta época, en la España de comienzos del Siglo XXI, o del XX, que es cuando vine al mundo.
        Echo la vista atrás y paso del bosque de Caperucita a las verdes campiñas inglesas de Los Siete Secretos, a los Estados Unidos de Mujercitas, o la Inglaterra medieval de Ivanhoe, o el París convulso de los Tres Mosqueteros. Al mismo tiempo me veo en el volcán islandés de Viaje al Centro de la Tierra, o en la luna o en los fondos marinos de los libros de Verne; o en las cálidas aguas caribeñas de la Isla del Tesoro. En la Macedonia de Alejandro a lomos de Bucéfalo y paseando por el Olimpo, en la etapa en que me dio por la mitología. Y del brazo de Miss Marple en cualquiera de las novelas de Agatha Christie o fumando opio en un tugurio de Londres con Sherlock Holmes.
        Y en las heladas estepas rusas de los libros de Tolstoi y Dostoiewsky, y llevando de la mano por la nieve a Miguel Strogoff, ciego y desvalido; y en la Salamanca de los pícaros españoles, y en la cueva de Segismundo, en la Fuenteovejuna de Lope o en el polvo enamorado de Quevedo diseminado entre la Corte y el exilio.
        Me veo envuelta en el realismo mágico sudamericano, en los Andes de Lituma y en el Macondo misterioso de García Márquez; en el espejo de Borges, en la Rayuela de Cortazar, en la Roma de Adriano, en las guerras de Hemingway y en el mar, a bordo del "Pilar", luchando con el pez.
        Vuelo al almendro de nata con Miguel Hernández, y al olmo viejo con Machado, a Isla Negra con Neruda, a la alegría con Benedetti...A la Barcelona de Mendoza y Vázquez Montalbán, al Japón de Murakami, a Nueva York con Auster y a la impecable Escandinavia con los nuevos maestros de la novela negra.
        Vuelvo al desierto de Lawrence de Arabia y el Paciente Inglés, al Oriente Mágico como la Sherezade de las Mil y una Noches. Otra vez al desierto.
        Es mi mapa del mundo. Abarca todos los continentes. Y el cielo, y los fondos marinos. Todas las épocas, todas las vidas. Es mi pasaporte, lleno de sellos en todas las páginas. Tantos visados como libros he leído, como lugares he visitado con la imaginación.
        Y con muchas hojas aún en blanco

domingo, 20 de abril de 2014

FIESTA EN MACONDO


“Macondo era, en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto”

Hay fiesta grande en Macondo. Los gitanos han sacado sus mejores galas, sus inventos imposibles, su música y sus colores. No llueve, y el sol se refleja en la casa de los espejos; Úrsula está en la cocina preparando un millón de platos y el coronel Buendía ha hecho un alto en su eterno trabajo de moldear y fundir pececitos de oro. Remedios la Bella ha bajado del cielo ofreciendo sus flores amarillas para la ocasión, y la exuberante Petra Cotes, repartiendo vida por doquier, ha multiplicado hasta lo indecible el número de palomas blancas de las nubes.
        El padre Nicanor ya no levita y hasta José Arcadio se ha desamarrado del castaño. Han revivido los 17 Aurelianos y  Santiago ha burlado la crónica de su muerte anunciada; la abuela desalmada acaricia a la cándida Eréndira y el coronel, al que nadie escribía, recibe un aluvión de cartas. El otoño del patriarca se ha tornado en primavera y el naufrago del relato ha avistado tierra. Fermina y Florentino ya no tienen que esperar 53 años, 7 meses y 11 días, con sus noches, para vivir su amor en tiempos del cólera.
        Gabo ha llegado a Macondo al fin, y lo ha hecho por sorpresa. Ha llegado a la vida mientras en este lado nos afanamos en revivir la pasión y muerte de Cristo. Ha arreglado sus cuentas al estilo de Macondo, directamente con Dios, sin intermediarios.
        Sabedor de que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra, se ha parapetado en su paraíso particular para, desde allí, seguir dirigiendo a su larga lista de personajes increíbles, mágicos, sorprendentes. Aquí nos deja, sin ayuda para descifrar esos ininteligibles manuscritos que componen nuestro mundo, del que tantas veces nos ha sacado.
        Lejos ya de este mundo vulgar, Gabo descansa por fin en Macondo en el lugar en que  nacieron niños  con una cola de cerdo, el agua hervía sin fuego y algunos objetos domésticos se movían solos; donde hubo una peste de insomnio y otra de olvido y los huesos humanos cloqueaban como una gallina; y un niño  lloró en el vientre de su madre, y el cura levitaba al tomar una taza de chocolate y otras ascendían a los cielos mientras doblaban las sábanas y una abuela desalmada conseguía que su nieta se acostara cada día con 70 hombres.  Y no había cementerio, porque no había muerto nadie.
        Tampoco él. Resucitará cada vez que alguien, en cualquier lugar del mundo, se asome a uno de sus libros. Seguirá aquí para siempre. De cuando en cuando regresará a la vida porque, como el gitano Melquiades, no soportará la soledad de la muerte.
        Y nosotros,  sin él, tendremos más difícil soportar la realidad.

miércoles, 16 de abril de 2014

Desde Macondo. FARISEOS


El diccionario de la Real Academia, siempre dispuesto a poner las cosas en su sitio, nos define  fariseo como “miembro de una antigua secta judía que aparentaba austeridad pero que en realidad no seguía el espíritu religioso”. En apariencia, los fariseos constituían el grupo más observador de las prescripciones de la ley. Aparecían como justos y daban impresión de una religiosidad seria. Sólo la impresión. En plena semana de pasión, soportando como podemos el bombardeo  por tierra, mar y aire (léase procesiones, tele, radio) de la vida, pasión y muerte de Cristo me he acordado,-vaya usted a saber por qué, de los fariseos.

Tal vez sea por sobredosis de políticos, traje oscuro y mantilla en ristre, que desfilan con cara de circunstancias detrás de vírgenes y cruces en cualquier punto del país. O por los que disfrutan de lo que ellos mismos dan en llamar “merecido descanso”. O por el encefalograma plano-informativamente hablando, que presenta la actualidad, cuando hay tanto que debatir, tanto que arreglar…

No se me ocurre nada más fuerte (bueno sí, pero no quedaría bien en una columna) que llamar fariseos a los que hacen tal alarde de religiosidad, de recogimiento, mientras se multiplican las llamadas a la solidaridad, los informes sobre la pobreza, la sospecha de un mañana peor, la certeza del hambre, los desahucios, la falta de atención sanitaria, los recortes inhumanos. Son fariseos los que recetan sacrificios a los demás escondidos tras el humo de un buen puro, los muros de un chalet de lujo y la larga lista de números de su cuenta corriente. Los que nos obligan a pelearnos por las escasas briznas de brotes verdes mientras se limpian los restos de caviar.

Me revuelve las tripas que se cree un “Punto de Atención al Costalero” (sic) desde el servicio público de Salud, mientras las listas de espera llegan hasta el infinito y más allá, y eso, si no tienes la mala suerte de ser inmigrante sin papeles, que entonces no hay lista que valga. A morir en la calle.

Igual piensan que con esto se aseguran un puesto a la derecha de Dios,  cuyo hijo dijo eso de “Pero, ¡ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres” (Mateo 23, 13). No tengo demasiadas esperanzas en  el castigo divino. Seguro que también tienen mano ahí arriba para eludir sus responsabilidades. O igual suman puntos por el número de procesiones a las que asisten, de misas que presiden o de prebendas que entregan a los obispos.

Dice la Biblia que Jesús llamó "sepulcros blanqueados" a los escribas y fariseos, esos hombres malísimos que aparecen continuamente en el libro sagrado. Sepulcros blanqueados, “que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia”.  Es un símil perfecto y muy gráfico para calificar a los falsos, a los hipócritas, a los que se ocultan tras una apariencia beatífica y tienen el interior más negro que los pies de Cristo.

Y es momento de, siguiendo las enseñanzas de ese Jesús al que tanto apelan, echar a los fariseos del templo, sacarlos del mundo que han convertido en un gigantesco mercado en el que sólo ellos compran y venden, y nosotros somos las mercaderías. Los fariseos, mercados, Ibex, bolsas, primas y demás, siguen a las puertas de nuestras vidas, y ya llevan demasiado tiempo.

Cuando llegó un sacerdote a Macondo, reclamando dinero para la construcción de un tempo,  las gentes del lugar le replicaron que “durante muchos años habían estado sin cura, arreglando los negocios del alma directamente con Dios, y habían perdido la malicia del pecado mortal” Los fariseos eran otros, no estaban entre el pueblo.

 

jueves, 3 de abril de 2014

Desde Macondo. CINDERELLA LAW


O Ley Cenicienta, que es la traducción literal de la nueva norma que la Pérfida Albión, desde antiguo metiendo el dedo en el ojo de España, va a poner en marcha para la protección de los menores. Justo cuando desde todos los puntos del mundo mundial nos ponen la cara colorada y nos bombardean con reproches acerca del intolerable índice de pobreza infantil que nos aqueja, van los ingleses y se inventan la Cinderella Law. Para desestabilizar España, que diría Montoro.

        Cuando las familias españolas hacen malabares para dar de comer a sus hijos, los ingleses, además de quedarse con Gibraltar, dicen que no basta con alimentar el cuerpo, porque el espíritu también come. Y su alimento es el cariño. Por eso se plantean penalizar, hasta con diez años de cárcel, la “crueldad emocional” para que no haya niños que crezcan sin abrazos, sin caricias, sin sentirse queridos.

        Qué envidia. Aquí hablando de abandono escolar por falta de medios, de comedores sociales, de mantas, quien puede, porque encender la calefacción, ni pensarlo, de más de un 33 por ciento de pobreza infantil… Y al otro lado del charco, ahí mismo, exigiendo abrazos. Y haciéndolo por Ley.

        Claro que es muy importante el cariño. Pero no se come; puede que encienda el corazón, pero no la luz. Ni calienta los pies helados, ni pone libros en la mochila o un bocadillo en la tartera. Todo el amor del mundo no sirve para explicar a un niño que no puede ir de excursión, ni acceder al comedor escolar, ni estrenar chándal o tener un regalo de cumpleaños.

        La Ley Cenicienta debería aplicarse no sólo a los padres, que también, sino a los que practican a diario, y con sueldo, la auténtica crueldad emocional, la falta absoluta de empatía, de humanidad, de conciencia social. Los que niegan el alimento al cuerpo y al alma y encima se permiten criticar a los que, desde la solidaridad y el cariño, tienen la osadía de poner de manifiesto que el Estado debe actuar como madre, y no como la malvada madrastra del cuento.

        Ya lo dice el refrán, cuando el hambre entra por la puerta, el amor salta por la ventana. Y son cientos de miles las casas abiertas de par en par en las que se cuela el hambre y es infinitamente difícil mantener las ventanas cerradas para que no se escape el cariño, empujado por la desesperanza y la desesperación.

        Se impone una Ley Cenicienta, con las penas más altas, pero para los padres de la Patria, los que miran hacia otro lado para no ver los platos vacíos, y además son incapaces de tender la mano o estrechar entre sus brazos a nadie. Y además niegan la evidencia.

        Igual les pasa lo que al coronel Buendía, a quien una mañana se le presentaron en casa todos los hijos que había ido dejando por el mundo, los 17 Aurelianos, que reclamaban su cuota de cariño.