Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 26 de julio de 2012

Desde Macondo. TENSA ESPERA


Tras haber participado en más de treinta batallas y otras tantas insurrecciones; tras haber engendrado  un buen número de hijos, los 17 aurelianos,  y hasta haber sobrevivido a un fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía se retiró a Macondo, donde pasaba los días haciendo y deshaciendo pececitos de oro. Y cuando el tiempo y los mosquitos lo permitían, se sentaba en la puerta de la casa, sin otro quehacer que matar las horas.
“¿Cómo está, coronel?” “Aquí, esperando que pase mi entierro”.

Y así estamos. Esperando que pase algo. Unos, trabajando y esperando que dure. Otros, inventando los días que parecen tener mucho más de 24 horas. Todos con el miedo en el cuerpo, entre la esperanza y la desesperación, hablando de rescates y primas, de recortes y déficit, de ahorros que menguan y de la necesidad de ahorrar. Esperamos los viernes, y los lunes. Y ahora ya, cualquier día de la semana. Esperamos que el entierro que pasa no sea el nuestro. Que el muerto nos espere mucho tiempo, como se suele decir.
Hablamos y hablamos para hacer más ligera la espera. Miramos a Europa con un ojo y a nuestra casa con el otro, pensamos mil soluciones, damos dos mil recetas.
Y esperamos. No sabemos bien a qué. O a quien.  Como el coronel, fundimos las monedas que ganamos haciendo peces dorados para seguir haciendo peces. Porque no se multiplican, aunque a veces, sólo a veces, también esperamos un milagro.
Todo está en compás de espera. Las vacaciones, las compras que ayer eran imperiosamente urgentes, los planes de futuro, la vida…
Esperar tiene algo de positivo. Esperanza. Pienso en los que ya no esperan nada. Si acaso, que pase su entierro. Y me indigna que la vida siga, que pase por la puerta de los desahuciados, los parados sin prestación, los ancianos que no llegan a fin de mes, o  los que han dejado de comprar las medicinas para no gastar, que me consta que los hay.
La alegría está en compás de espera. Con la esperanza y con el futuro. Y sentados en la puerta los esperamos. A los tres.

miércoles, 25 de julio de 2012

FERNANDO I EL TUERTO

Preguntaba por la ilustre manchega-esa soy yo- y se identificaba como Fernando I el Tuerto. Y estas dos primeras frases eran el prólogo de ratos irrepetibles, en los que después de hablar entre risas de sus achaques, del bastón, el poco pelo y, sobre todo, la mala vista, me preguntaba por lo divino y lo humano, terminando casi  siempre por el “¿cuándo vas por Valdepeñas?”, para recordarme una vez más que fue su primer destino como catedrático, cuando aún resonaban los ecos de la Guerra Civil.
Son muchos los que pueden hablar, y lo hacen en este último homenaje, de los méritos académicos de Don Fernando, de sus numerosas publicaciones y del profundo conocimiento de estas tierras que atesoró en su larguísima vida.
Doctores tiene la Iglesia, y dejo ese espacio para ellos. Yo sólo quiero hablar de la persona, del anciano entrañable de estos últimos tiempos, pero también del Don Fernando que conocí hace más de un cuarto de siglo, cuando yo acababa de aterrizar en estas tierras y él colaboraba en el periódico en el que yo me ganaba la vida.
Todas las semanas me llegaba un sobre conteniendo seis u ocho cuartillas escritas con letra picuda y apretada, su letra, que con el tiempo se volvió jeroglífica, como yo me torné en maestra en descifrarla para mecanografiarla. Y luego, la llamada del lunes, o del miércoles, para quejarse de que no le había llegado el periódico (quejas absolutamente justificadas), o de que había un error que se me había pasado a mí y al corrector.
Y en medio, larguísimas conversaciones que ahora echaré de menos pero que entonces, con 25 años menos y muchas prisas por comerme el mundo, no valoraba como se merecían.
Crecimos-los dos-y cambiamos. Pero el cambio de escenario por mi parte, sólo estrechó la relación. Creo que pocos momentos, profesionalmente hablando, han sido tan gratificantes para mí como la preparación del acto de su nombramiento como Hijo Adoptivo de Talavera. Todo le parecía demasiado, todo era mucho para un hombre humilde que no quería dar incumbencias a nadie. Mercedes me contaba que estaba nervioso y encantado, porque iba a ser un talaverano más. Y me llamaba todos los días, “Mari Ángeles, qué te parece si digo esto o lo otro”, “¿Cuánta gente va a venir?”, “Qué trabajo te estoy dando”….
Hace poco más de un año, con ocasión del homenaje por su centenario, recordaba con él esos días, y se lamentaba de no poder corresponder con todo el mundo por su mermada salud. Pero también era la viva imagen de la felicidad y, un día después, cuando hablé con él para preguntarle por su vuelta a Madrid, recordaba el acto detalle por detalle, y, restaba importancia al viaje, al cansancio, con un “no sé si ha sido pesado porque me he dormido y me ha despertado Fernando para bajarme del coche”.
Se ha bajado de la vida, pero tras apurar hasta la última gota de ella. A los noventa, empezó a contar con propiedad, “tengo 96 años y medio, porque a mi edad ya hay que contar los medios”. Luego contaba los meses, y los días. Pero le ganó la batalla al siglo. Un siglo, un año y 53 días.
Y miles de recuerdos, todos buenos, repartidos entre todos los que le queríamos y, de su mano, aprendimos a querer esta tierra. Allá dónde se encuentre seguirá trabajando por suprimir provincias y dejar comarcas. “Talavera y sus comarcas. Con “S”, Mari Angeles”
Él se definía como una mezcla entre labriego y universitario. Machado, de haberlo conocido, le habría aplicado eso de que era un hombre en el buen sentido de la palabra, bueno.

jueves, 19 de julio de 2012

Desde Macondo. ESPANTAR LA RUINA


El diluvio en Macondo duró exactamente cuatro años, once meses y dos días. Cuando terminó de llover, el pueblo era un montón de escombros, de casas de madera podrida y presas de los insectos más dañinos; los cultivos y las flores habían desaparecido en el mar de aguas, y los sobrevivientes de la catástrofe, aún con el verde de agua en la piel, saludaron a los primeros soles que volvían a iluminar su pueblo.
Y Úrsula, la matriarca, que estaba esperando a que escampara para morirse, se vio presa de la fiebre de la restauración, y desde el mismo momento en que cesó la lluvia no tuvo un instante de reposo para restaurar la casa y “espantar la ruina”. Para que Macondo volviera a ser el lugar blanco y soleado de antes del diluvio.
Aquí, sigue lloviendo. Torrencialmente y sin fecha de caducidad.  Llueve en las calles y en las casas pero, sobre todo, llueve sobre nosotros. Como en Macondo, la compañía bananera, después de imponer sus leyes, ha abandonado el pueblo que empieza a inundarse, en busca de tierras secas, donde no anide el moho y el verdín.
Llueve en forma de impuestos, de recortes, de pagas menguadas, de trabajadores desprestigiados, de parados despreciados y humillados, de quesejodan, de ancianos con mala vejez, de jóvenes con peor mañana y de Bancos voraces que acaban con los restos del naufragio; de promesas de otoño caliente e invierno frío, de aulas cerradas y puertas abiertas a la desesperanza, al futuro más negro que el carbón que los mineros ven cómo se escapa de sus manos.
En pleno diluvio, y más que nunca, me gustaría que hubiera mil, un millón de Úrsulas aireando la casa, abriendo puertas y ventanas, exterminando hormigas y carcomas y tendiendo las sábanas al sol, volviendo a plantar flores, a abrir los bazares de la calle de los Turcos, con sus mercancías de alegres colores. A volver a mirar al sol.
Pero el cielo sigue cayendo sobre nuestras cabezas. Hay que sobrevivir hasta que escampe, o hacer como Remedios la Bella, que un buen día salió volando y nunca más volvió.


sábado, 14 de julio de 2012

Cualquiera tiempo pasado

Recuerde el alma dormida,/avive el seso y despierte/contemplando/cómo se pasa la vida,/cómo se viene la muerte/tan callando,/cuán presto se va el placer,/cómo, después de acordado,/da dolor;/cómo, a nuestro parecer,/ cualquiera tiempo pasado fue mejor./Pues si vemos lo presente/ cómo en un punto se es ido/ y acabado,/ si juzgamos sabiamente,/daremos lo no venido/por pasado. (Jorge Manrique)

La parte de mi que se aferra a la vida, la que tenemos todos y que se suele llamar instinto de supervivencia, me lleva a hacer broma del drama y chiste de lo que no tiene gracia. Cómo se viene la muerte...Con un espectacular aumento del IVA en servicios funerarios. Cuanto penar para morirse uno, que diría Miguel Hernández.
Pero el lapsus irónico es fugaz. Como un espejismo de este desierto que me acoge, como un minúsculo oasis en el mar de arena. A la espalda, la vida. Delante, la inmensidad de la incertidumbre y la angustia; y aquí mismo, más arena inquieta amenazando con ceder bajo mis pies.
Sólo hay pasado, cualquiera tiempo pasado, que fue sin duda mejor. Ya era imposible vislumbrar el futuro, y han  arremetido contra el presente. Tampoco existe. Sólo el dolor de placeres antiguos y la añoranza de lo no venido.
Y de la alegría. Y de cuando los momentos felices no eran espejismos fugaces, sino parte considerable de nuestro vivir cotidiano. De cuando se hacían planes, se preguntaba por la salud y se conjugaban todos los tiempos verbales, el pasado, el presente, el pretérito, el futuro perfecto y hasta el pluscuamperfecto.
Me duele la insensibilidad, el "quesejodan", el no quitarme de la cabeza los miles de dramas particulares y las negras visiones del mañana. Me duelen los jóvenes sin horizonte y los de cualquier edad con su historia particular.
Pero me duele sobre todo conjugar la vida en pasado, con la certeza de que todo lo que viene será peor.

jueves, 12 de julio de 2012

Desde Macondo. DIGNIDAD

Hace justamente una semana, el sujeto de estas humildes reflexiones de los jueves era la caridad, claramente contrapuesta a la solidaridad. La justicia frente a la limosna; la persona, sin calificativos en función de su nivel de renta. O de la ausencia absoluta de renta, por hablar con propiedad.
Escribí entonces con las tripas, indignada por los discursos paternalistas y  la falsa compasión. Por el desprecio absoluto a la dignidad de la persona, y desde el convencimiento de que es muy difícil convertir a nadie en miserable mientras uno sienta que es digno de sí mismo.
Pero también están acabando con la dignidad. Frente a las imágenes de las largas colas en los comedores sociales, en los locales en los que se entrega ropa y otros enseres a los más necesitados, me ha sorprendido agradablemente el conocimiento de una ONG gallega que tiene Dignidad como único nombre, sin apellidos. Recogen ropa usada, la lavan, planchan y etiquetan, como en cualquier boutique de moda, y le asignan un precio simbólico. El precio de la dignidad, para que quien lo ha perdido todo siga sintiéndose persona.
Y la misma filosofía la aplican en los comedores. Nada de enormes marmitas y gentes con la fiambrera levantada y los ojos bajos esperando el pan nuestro de cada día. Las familias comen en mesas separadas, como en cualquier restaurante con menú económico. Y los niños, hasta pueden elegir postre.
Con dignidad.
Con la misma con la que en otra parte del mundo, en Macondo, el coronel intentaba vivir dignamente a pesar de que su mundo había desaparecido, de que nunca llegaba la carta anunciando el reconocimiento de la pensión y de que estaba sumido en la más absoluta miseria. Aunque la dignidad no se coma, como día a día le recordaba su esposa.
Entre pomposas declaraciones de esfuerzos y ayudas, entre caridades forzadas para ganar indulgencias y tranquilizar conciencias, brillan con luz propia iniciativas como las de los hombres y mujeres de la ONG Dignidad, empeñada en sacar a las familias del infierno de la limosna y la vergüenza.
De ellos, si existe, será el Reino de los Cielos.






jueves, 5 de julio de 2012

Desde Macondo. CARIDAD


Cada día me resulta más inquietante la proliferación de discursos  paternalistas, comprensivos, caritativos… Estamos entrando en el peligroso terreno de sustituir la justicia social por las limosnas.  Ya saben eso de que la caridad es vertical, siempre se hace de arriba abajo, mientras que la solidaridad es horizontal, es entre iguales.

Puede hacernos sentir muy bien regalar la ropa que sobra en los armarios, la que ha pasado de moda o nos recuerda tiempos en que los años y las penas no se acumulaban en la cintura; o regalar el kilo de garbanzos, o la botella de aceite. Todo eso está muy bien, y es indudable que ayudan a paliar situaciones muy graves. Y por supuesto ayuda a mantener esta falsa paz social, a que no se rebelen los hambrientos y los excluidos, a que los desesperados aguanten unos días más su desesperación.

Aplaudo, como todos, a Cáritas, a Cruz Roja, a las asociaciones de todo tipo que, con más o menos publicidad sobre sus bondades,  están ahí  día a día, a los voluntarios que dejan su tiempo  y su energía en una labor tan ingrata. Nada que objetas. O sí, pero no viene a cuento.

He empezado hablando de caridad, una virtud cristiana que el diccionario define además como “Limosna que se da, o auxilio que se presta a los necesitados”.

Y esto es lo que me rebela. Limosna. Cada vez que sale un gobernante pidiendo sacrificios, o diciendo eso de  “vamos a hacer lo posible para que  nuestros niños más necesitados puedan comer”, se me revuelven las tripas, especialmente teniendo en cuenta que son ellos los quen han quitado las becas de comedor. O cuando hablan de que harán lo posible para que el dinero que adelantan los pensionistas por medicamentos se devuelva antes de seis meses. Qué caritativos, y qué poco solidarios. Qué desesperante es ver cómo desde arriba se reparten limosnas, y no poder tirárselas a la cara, porque son necesarias para comer.

Me intriga saber de qué pasta hay que estar hecho para aparecer pidiendo sacrificios y, acto seguido, decir que se intentará que los niños puedan comer.  Y todo eso, desde el cómodo sillón-despacho-coche y con cara de pena. De comprender lo que para ellos es incomprensible. Nadie quiere caridad, quieren justicia.

Y para no ser infiel al autor que me llevó a Macondo, una frase de García Márquez que grabé en mi corazón hace muchísimos años: “Un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse”.

martes, 3 de julio de 2012

Paisaje después de la batalla

Vuelvo al desierto, a la inmensidad de la arena quieta, tras mucho tiempo enredada en la exhuberante vegetación tropical de Macondo, que te envuelve y limita la visión a unos pocos metros entre árbol y árbol. En el desierto, entre las dunas, el espacio es infinito y el tiempo se calcula mejor. Se ve todo. A la espalda, el pasado; en la arena sobre la que te sientas, el presente y en el horizonte, el futuro.
Y todos ellos, los tres, mezclados en una extraña comunión que más que nadie podemos apreciar los que tenemos una cierta (incierta) edad. Nosotros, que habíamos dejado atrás tantas cosas, las palpamos ahora con toda nitidez en el presente, y las perseguimos cuando, burlonas y desafiantes, se alejan por la línea roja oscura (tirando a negra), del horizonte.
Ahí está el bocadillo para pasar el día en la escuela; y el largo trayecto en autobús, y el brasero de picón, porque la luz es muy cara, y el ventilador, sólo para días extremos.
Están también la abuela poniendo una pieza a la sábana y recitando el consejo de aprender a leer y echar cuentas, para que no seamos como ella. Y el abuelo, plagado de dolores de una larga vida de trabajo, y contando los dineros que cuesta el gelocatil y la aspirina que ya no entran en el seguro.
Y el niño con ese dolor de tripa que no cura el agua de carabaña ni el chupete mojado en anís. Y la niña delgaducha a la que no reponen ni los ponches de huevo ni la quina Santa Catalina.
Y el padre que complementa el sueldo con la pensión del suegro, y la madre que cobra en B, porque no puede pagarse el seguro. El hijo mayor está en Alemania. Hizo una carrera cuando había becas, y sobrevive con un minijob de 450 euros. El segundo andaba limpiando montes hasta que llegó la tijera. Y hoy, en casa, reflexiona en voz alta sobre los pavorosos incendios, evitables en parte si se hubieran seguido desbrozando los bosques.
Es el paisaje después de la batalla. El que algunos han vivido plenamente hace medio siglo, y a otros nos ha tocado de refilón.
El que todos estamos abocados a vivir en los próximos años. Es la imagen que me devuelve la arena, y que ha venido para quedarse.